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Crítica: El nadador (1968) ★★★★★

 

★★★★★  9/10   Estados Unidos 1968   Duración: 95 minutos

Director: Frank Perry 

Historia de: John Cheever Guion: Eleanor Perry

Reparto Burt Lancaster, Janet Landgard, Janice Rule, Tony Bickley.

 

CRITICA: 
Opina @gandolcine

La épica íntima de un naufragio: “El nadador” (1968)
Un viaje existencial disfrazado de hazaña suburbana

Cuando se habla de joyas ocultas del cine estadounidense, pocas películas resplandecen con el misterio, la audacia formal y la carga simbólica de El nadador (The Swimmer, 1968), dirigida por Frank Perry con una participación esencial de Sydney Pollack y protagonizada por un Burt Lancaster en estado de gracia. Basada en un cuento de John Cheever publicado en The New Yorker en 1964, esta obra ha ido ganando prestigio con el paso del tiempo, hasta convertirse en una suerte de película de culto, admirada tanto por su rareza como por su profundidad. El nadador es una película única: a la vez alegórica y tangible, trágica y absurda, lírica y cruel. Su grandeza radica en esa capacidad de equilibrar lo insólito con lo reconocible, lo metafórico con lo emocionalmente concreto.

La premisa es tan insólita como poderosa: Ned Merrill (Burt Lancaster), un hombre maduro, atlético y carismático, aparece una soleada mañana en el jardín de unos amigos, vestido únicamente con un bañador. Entre cócteles y risas, se le ocurre una idea tan descabellada como poética: regresar a su casa atravesando el condado exclusivamente a través de las piscinas de sus vecinos. Esa ruta acuática improvisada —la llama “el río Lucinda”, en homenaje a su esposa— se convierte en el mapa de un viaje interior, donde cada piscina visitada representa una estación emocional de su vida. Como en un viaje dantesco a la superficie del infierno suburbano, Ned se irá enfrentando a las ruinas de su propia existencia: amigos que lo esquivan, amantes que lo desprecian, jóvenes que ya no lo reconocen, recuerdos que se tornan insoportables. La travesía acaba revelando una verdad dolorosa: la casa a la que pretende volver tal vez ya no exista, y él mismo puede que sea poco más que un fantasma del pasado.

A primera vista, El nadador podría parecer un capricho formal: un hombre cruzando piscinas de jardines ajenos en un eterno verano. Pero pronto revela su carga crítica hacia el llamado "sueño americano". Ned Merrill encarna al triunfador ideal: bien parecido, atlético, exitoso, carismático. Sin embargo, detrás de su sonrisa luminosa y su mirada nostálgica se esconde un abismo de negación, ruina y autoengaño. A medida que avanza la película, descubrimos que Merrill no es quien dice ser. No tiene el control de su vida, no es querido, no es respetado, y su familia probablemente lo ha abandonado. Es un hombre que se aferra desesperadamente a una versión idealizada de sí mismo, mientras todo a su alrededor —el tiempo, la memoria, los demás— se encarga de derrumbar esa fachada.

Esta crítica al espejismo del éxito se construye sin discursos ni grandes gestos. Todo ocurre en la cotidianidad enrarecida de la América suburbana: barbacoas, tenis, cócteles, jardines bien cuidados. Ese entorno familiar sirve de telón de fondo para un descenso a los infiernos existenciales. Las piscinas, tan limpias y azules, se convierten en metáforas de lo artificial, lo ilusorio, lo frágil de una vida construida sobre apariencias. La película ofrece así una de las más sutiles y feroces críticas al individualismo optimista y autocelebratorio de la clase media americana de los años 60.

Aunque la película fue firmada por Frank Perry, buena parte de las escenas fueron rehechas por Sydney Pollack (sin acreditar), especialmente las del último tercio. Aun así, lejos de sentirse como una obra fragmentada, El nadador posee una extraña unidad tonal, como si toda ella hubiese sido filmada desde un mismo estado de ánimo: el de una vigilia inquietante donde lo real se descompone suavemente. La puesta en escena recurre a recursos que hoy asociaríamos con el cine experimental o el arte conceptual: fundidos encadenados oníricos, sonidos ambientales distorsionados, transiciones que rompen la lógica temporal, música evocadora pero perturbadora. La banda sonora de Marvin Hamlisch —en su debut cinematográfico— juega un papel fundamental: a ratos melancólica, a ratos infantil, subraya el carácter ilusorio del viaje de Ned, como si fuera la música de una película que sólo él escucha.

Las piscinas se filman como portales: cada una tiene una energía distinta, una textura emocional, una temperatura moral. Algunas son lujosas y cálidas, otras frías y decadentes. Hay momentos casi surrealistas, como la piscina vacía del matrimonio nudista, o la grotesca escena en la piscina pública al final, llena de niños ruidosos y adultos burlones. Cada espacio es una prueba, un espejo, una bofetada. Y sin embargo, la película jamás pierde su hilo narrativo ni cae en la arbitrariedad. Cada encuentro suma una capa a la tragedia de Ned, y cuando finalmente llega a su casa bajo la lluvia, el espectador ya sabe, incluso antes de ver la puerta cerrada, que todo está perdido.

Es imposible imaginar El nadador sin Burt Lancaster. No sólo porque su presencia física es esencial —el cuerpo bronceado, el rostro firme, la voz cálida—, sino porque el actor consigue transmitir, sin caer en el patetismo, la progresiva descomposición de un hombre que ha vivido demasiado tiempo en su propia mentira. Lancaster, a sus 54 años, se lanza con valentía al rol: aparece durante casi toda la película semidesnudo, expuesto no solo físicamente sino emocionalmente. Su actuación es un tour de force de matices: comienza como una figura mitológica —casi un Aquiles suburbano— y termina como un hombre derrotado, llorando frente a una casa vacía. La transformación no se logra a través de cambios abruptos, sino mediante una acumulación de grietas: una mirada que se tuerce, una sonrisa que se apaga, una zancada que pierde firmeza.

Lancaster logra transmitir la ceguera emocional de Ned sin convertirlo en un loco ni en una caricatura. Su dignidad herida, su necesidad desesperada de afecto, su torpeza al tratar con los jóvenes, su negación de lo evidente… todo está en pantalla, y todo está contenido. Pocos actores han sabido interpretar tan bien a un hombre que ya ha sido vencido, pero que aún no lo sabe. Su interpretación en El nadador es, sin duda, una de las más arriesgadas y logradas de su carrera.

A pesar de su ambientación realista y su anclaje en una clase social específica, El nadador funciona como una fábula. Ned Merrill no es sólo un hombre; es una figura trágica, un Ulises sin Ítaca, un Prometeo suburbano, un Quijote desnudo de ilusiones. El guion, escrito por Eleanor Perry (esposa de Frank), traslada con sensibilidad el tono del cuento original, potenciando su lirismo y su ambigüedad. Hay frases que suenan como ecos de una mitología moderna: “He cruzado el condado nadando”, dice Ned con orgullo, como si hubiera cruzado un océano o derrotado a un dragón. Pero esa hazaña, lejos de redimirlo, lo expone. La ruta no conduce a la salvación sino al despojamiento.

La película también puede leerse como una meditación sobre el tiempo. Ned cree que todo sigue igual, que los amigos aún lo esperan, que las hijas aún lo adoran, que su mujer aún lo ama. Pero el tiempo lo ha adelantado. Lo que para él fue “hace poco”, para los demás ocurrió hace años. Esta dislocación temporal genera un efecto inquietante: El nadador es una película sobre un hombre que llega tarde a su propia vida. Esa tragedia se filma con una ternura despiadada, sin necesidad de grandes frases ni escenas lacrimógenas. Todo está en los detalles: la piscina cerrada, la niña que ya no lo reconoce, el amante de su mujer que se burla de él, el portazo final.

El nadador no fue un éxito de taquilla en su momento. Su propuesta desconcertó a críticos y público, y su producción estuvo plagada de conflictos. Sin embargo, el paso del tiempo ha hecho justicia. Hoy es considerada una obra maestra inclasificable, un antecedente del cine de autor americano de los 70, una rareza que influyó a cineastas como David Lynch, Charlie Kaufman o Todd Haynes. Su mezcla de realismo y ensoñación, su crítica social disfrazada de odisea personal, su estructura episódica y su atmósfera de extrañamiento la colocan más cerca del arte contemporáneo que del cine de Hollywood de su época.

En tiempos en que el cine suele apostar por lo explícito, lo rápido y lo evidente, El nadador resiste como una película que pide paciencia, sensibilidad y atención. No ofrece respuestas fáciles ni finales redentores. Es una obra abierta, que puede interpretarse desde múltiples ángulos: el psicoanálisis, la crítica social, la literatura, el existencialismo. Su poesía radica precisamente en su ambigüedad, en su negativa a reducir la experiencia humana a una moraleja.

Conclusión

El nadador es una película sobre lo que perdemos sin darnos cuenta. Sobre las máscaras que llevamos tanto tiempo puestas que se han adherido a la piel. Sobre el precio de negar la realidad hasta que ya no podemos sostenerla. Pero también es una película profundamente humana, que no juzga a su protagonista, sino que lo acompaña en su desmoronamiento con una mezcla de compasión y lucidez. Es un espejo incómodo, pero necesario. Y es, sobre todo, una obra de arte que sigue resonando, como el eco de un chapuzón en una piscina vacía.

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