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Crítica: La naranja mecánica (1971) ★★★★★

 ★★★★★  10/10 Reino Unido Reino Unido (1971)  Duración: 137 minutos 

Director: Stanley Kubrick 

Historia de: Anthony Burgess Guion: Stanley Kubrick

Reparto  Con Malcolm McDowell, Patrick Magee, Michael Bates, Warren Clarke.

CRITICA: 
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En la historia del cine hay obras que se sitúan por encima del tiempo, que no envejecen porque su discurso y su forma siguen interpelando a cualquier espectador, en cualquier época. La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971) de Stanley Kubrick es una de ellas. Con Malcolm McDowell en el papel de su vida, una dirección de una precisión quirúrgica y una banda sonora que funde lo clásico con lo distópico, la película se ha ganado un lugar indiscutible no solo como obra maestra absoluta, sino también como una de las diez mejores películas de la historia del cine para quien escribe estas líneas. Es, sencillamente, una experiencia estética, moral y emocional que deja huella indeleble.

Estrenada en un momento de gran agitación cultural y política, La naranja mecánica llegó como un vendaval incómodo que desafiaba tanto las convenciones narrativas como la moral pública. Basada en la novela de Anthony Burgess, Kubrick tomó el material original y lo convirtió en un espectáculo visual y sonoro tan hipnótico como perturbador. La Inglaterra distópica que presenta no es solo un escenario futurista, sino un espejo deformante de las tensiones y miedos de cualquier sociedad: violencia juvenil, manipulación del Estado, pérdida de identidad, dilemas sobre el libre albedrío y la moralidad.

La historia sigue a Alex DeLarge (Malcolm McDowell), un joven carismático y ultraviolento que lidera una pandilla de “drugos” en una espiral de asaltos, violaciones y enfrentamientos callejeros. Tras ser traicionado por sus compañeros y arrestado, Alex se convierte en sujeto de un experimento gubernamental para “curar” la delincuencia mediante condicionamiento conductual: el Método Ludovico. Lo que parece un triunfo de la ciencia y la justicia se revela como un acto de mutilación moral: Alex pierde la capacidad de elegir, y con ello, su humanidad. El dilema es claro: ¿es preferible un hombre capaz de elegir el mal, o un autómata incapaz de obrar mal, pero también incapaz de obrar bien por voluntad propia?

Es imposible imaginar La naranja mecánica sin la presencia magnética de Malcolm McDowell. Su interpretación de Alex es un prodigio de carisma y peligro, una mezcla de encanto travieso y brutalidad amoral. McDowell logra algo rarísimo: que el espectador, a pesar de presenciar actos repugnantes, no pueda apartar la vista de él. La clave está en la complejidad que imprime al personaje: Alex no es solo un sociópata hedonista, sino un joven inteligente, culto en su manera retorcida, con una pasión genuina por la música clásica (especialmente Beethoven) y un ingenio verbal que convierte sus diálogos en pequeñas piezas de teatro.

Su trabajo físico también es extraordinario: la forma de caminar, la inclinación de la cabeza, la mirada oblicua, la sonrisa irónica… Cada gesto está calculado para transmitir superioridad y control. Incluso en las escenas más humillantes, McDowell mantiene una chispa que recuerda al espectador que, por debajo del adoctrinamiento, Alex sigue siendo Alex. Esa presencia carismática es lo que hace que el arco del personaje sea tan poderoso: verlo caer y “renacer” en un mundo que le es hostil adquiere un peso trágico real.

Stanley Kubrick era, ante todo, un maestro del control. Cada encuadre, cada movimiento de cámara, cada elemento del decorado en La naranja mecánica está pensado para provocar, fascinar y, a menudo, incomodar. Su estilo aquí es una mezcla única de teatralidad y naturalismo distorsionado. La fotografía de John Alcott baña la película en colores intensos, contrastes extremos y composiciones simétricas que convierten incluso la violencia más cruda en imágenes de perturbadora belleza.

Kubrick no pretende “mostrar” la violencia tal como es, sino como la percibe Alex: estilizada, coreografiada, casi divertida. La famosa escena del asalto mientras canta “Singin’ in the Rain” es un ejemplo perfecto: la elección de un número alegre del cine clásico yuxtapuesto a un acto brutal genera un choque moral en el espectador, obligándolo a cuestionar su propia reacción estética.

La puesta en escena combina escenarios reales con interiores que parecen sacados de un museo pop psicodélico. Desde el Korova Milk Bar con sus esculturas femeninas ergonómicas hasta las calles industriales iluminadas como cuadros de neón, cada espacio es un personaje más, un reflejo del caos moral del mundo que habitan Alex y los suyos.

Uno de los elementos más recordados de La naranja mecánica es su banda sonora, obra de Wendy Carlos (entonces Walter Carlos), pionera en el uso del sintetizador Moog. La fusión entre música clásica y electrónica era algo prácticamente inédito en el cine de la época, y aquí logra un efecto inolvidable. Las composiciones de Beethoven, Purcell o Rossini aparecen reimaginadas en clave electrónica, otorgándoles una cualidad a la vez familiar y alienígena.

El uso del segundo movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven como emblema de los placeres de Alex añade una capa de ironía y tragedia: su amor por la música no lo redime, sino que se entrelaza con su pulsión violenta. Cuando el Método Ludovico le condiciona para asociar Beethoven con dolor y náusea, la película nos muestra la magnitud de la mutilación: no solo le quitan la violencia, le quitan también la capacidad de gozar de lo sublime.

La banda sonora no es mero acompañamiento; es motor narrativo. Marca los ritmos, define atmósferas y, en ocasiones, establece un contrapunto que refuerza la ironía o la crítica. Sin ella, La naranja mecánica sería una gran película; con ella, es una obra de arte total.

El núcleo filosófico de La naranja mecánica está en su exploración del libre albedrío. Kubrick y Burgess coinciden en que la capacidad de elegir, incluso mal, es lo que nos define como humanos. El condicionamiento de Alex lo convierte en una “naranja mecánica”: algo orgánico por fuera, pero mecánico por dentro, incapaz de funcionar por voluntad propia.

La película no justifica sus crímenes, pero tampoco celebra su “cura”. Más bien nos confronta con una paradoja moral incómoda: en el afán de erradicar el mal, el Estado anula también la posibilidad del bien. La “rehabilitación” de Alex no es redención, sino deshumanización. Este planteamiento, tan vigente hoy como en 1971, convierte a La naranja mecánica en una obra siempre actual, capaz de dialogar con cualquier época en que la libertad se vea amenazada en nombre de la seguridad.

Pocas películas han generado tanto debate y polémica. La naranja mecánica fue acusada en su momento de glorificar la violencia, hasta el punto de que Kubrick la retiró voluntariamente de los cines británicos durante décadas debido a supuestos crímenes imitados. Esa reacción, paradójicamente, contribuyó a su aura de película prohibida, casi mítica.

Más allá de la controversia, su influencia es inmensa. Ha dejado huella en la moda (los bombines, el maquillaje de un solo ojo), en la música (de David Bowie a Blur), en el videoclip (de Marilyn Manson a Lady Gaga) y en innumerables referencias cinematográficas y televisivas. Su iconografía es reconocible incluso para quienes nunca la han visto, lo que habla de su potencia visual y conceptual.

Una de las genialidades de Kubrick es que obliga al espectador a convivir con sentimientos contradictorios. En el primer acto, la puesta en escena y la interpretación de McDowell nos seducen: Alex es ingenioso, vital, casi magnético. Pero al mismo tiempo, lo que hace es moralmente repulsivo. Esa tensión entre atracción estética y repudio moral es el motor de la película.

Cuando Alex es “curado”, el espectador puede sentir cierta compasión, pero también recordar lo que hizo y pensar que quizá lo merece. Kubrick juega con esa ambigüedad hasta el final, donde Alex, recuperado, imagina su regreso a la violencia con un “I was cured, all right” que es tanto una amenaza como una celebración. No hay resolución tranquilizadora: solo la constatación de que la naturaleza humana no se somete fácilmente.

A más de medio siglo de su estreno, La naranja mecánica conserva intacta su capacidad de impactar, incomodar y fascinar. Es un ejemplo de cine total: visualmente deslumbrante, intelectualmente desafiante, emocionalmente perturbador. No envejece porque no se limita a reflejar una época; reflexiona sobre cuestiones universales: el poder, la violencia, la moral, la libertad.

Es, sin duda, una de las grandes obras maestras del séptimo arte y, para mí, una de las diez películas más importantes de la historia del cine. Su audacia formal, su densidad temática, la interpretación icónica de Malcolm McDowell y su inigualable banda sonora la sitúan en un lugar que pocas películas alcanzan: el de las experiencias cinematográficas que te cambian como espectador y que permanecen en tu memoria, vibrando, años después de haberlas visto.


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