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Crítica: El hombre que pudo reinar (1975) ★★★★★


★★★★★  10/10   Estados Unidos 1975   Duración: 129 minutos

  The Man Who Would Be King

Director: John Huston
Guionistas: John Huston y Gladys Hill, basados en un relato de Rudyard Kipling
Reparto principal: Sean Connery como Daniel Dravot, Michael Caine como Peachy Carnehan, Christopher Plummer como Rudyard Kipling, Saeed Jaffrey como Billy Fish 

 

CRITICA: 
Opina @gandolcine

El hombre que pudo reinar: la cima del cine de aventuras

Hay películas que te atrapan desde sus primeras imágenes, no por artificios o efectos, sino por una sensación de grandeza que solo el cine clásico sabía transmitir. El hombre que pudo reinar pertenece a esa estirpe de obras inmortales, aquellas que no necesitan del paso del tiempo para consolidarse: nacen siendo leyenda. Cada vez que la revisito, me reafirmo en una convicción que no me tiembla al escribir: es la mejor película de aventuras de la historia del cine.

John Huston firmó en 1975 su testamento artístico más noble, una obra maestra que condensa todo lo que el género puede ofrecer: exotismo, épica, humor, amistad, codicia, tragedia y, sobre todo, humanidad. Es la película que todos los que amamos el cine soñamos alguna vez con descubrir por primera vez; esa sensación de estar ante una historia más grande que la vida, contada con una perfección casi mítica.

Basada en un relato de Rudyard Kipling, El hombre que pudo reinar nos lleva al corazón del imperio británico, cuando el mundo todavía parecía un territorio inexplorado y el espíritu aventurero era la medida del hombre. Dos soldados británicos, Daniel Dravot y Peachy Carnehan, deciden abandonar la disciplina militar para buscar fortuna en un remoto reino perdido entre las montañas del Himalaya: Kafiristán. Su sueño es tan desmesurado como romántico: convertirse en reyes de una tierra olvidada por la civilización.

Esa premisa, sencilla pero poderosa, se convierte en manos de Huston en una odisea moral y emocional. Lo que comienza como una aventura de camaradería y ambición, termina transformándose en una tragedia shakesperiana sobre la soberbia, el poder y la pérdida. El relato es al mismo tiempo un canto al espíritu humano y una advertencia sobre sus excesos.

Huston, que siempre fue un explorador en cuerpo y alma, encontró aquí el material perfecto para plasmar sus obsesiones: el deseo de trascender, la fragilidad de los ideales y la inevitabilidad del fracaso. Cada plano respira pasión y lucidez. Se nota que era un proyecto que llevaba décadas queriendo rodar, y esa devoción se transmite a la pantalla.

Resulta difícil imaginar a otros actores que encarnen mejor la esencia de esta historia. Sean Connery y Michael Caine forman una de las parejas más perfectas que ha dado el cine. Su química es tan natural, tan profundamente sincera, que la amistad de Dravot y Carnehan traspasa la pantalla.

Connery, que en aquel momento buscaba escapar de la sombra de James Bond, encontró aquí su papel más completo. Su Daniel Dravot es una fuerza de la naturaleza: carismático, valiente, temerario, pero también ciego por su propio orgullo. En su mirada hay determinación y locura, nobleza y soberbia. Es un personaje monumental, digno de la tragedia griega. Connery está en estado de gracia, interpretando no solo al aventurero, sino también al soñador que se cree inmortal.

Michael Caine, por su parte, ofrece el contrapunto perfecto. Peachy es el pragmatismo hecho hombre, el amigo leal que intenta mantener a Dravot con los pies en la tierra. Caine construye un personaje entrañable, lleno de humor y melancolía, que equilibra el tono heroico con un toque profundamente humano. Su narración en primera persona —esa voz quebrada que recuerda los hechos desde la distancia— añade una capa de emoción que convierte la historia en una elegía sobre la amistad y la ambición.

Y entre ambos, una presencia discreta pero esencial: Christopher Plummer, en el papel de Rudyard Kipling, quien sirve como testigo y cronista de la hazaña. Su participación encuadra la historia dentro de un contexto mítico, recordándonos que lo que estamos viendo es una leyenda narrada con la solemnidad de un cuento ancestral.

Si hay un director que entendía el alma del aventurero, ese era John Huston. Desde El halcón maltés hasta La reina de África, Huston siempre filmó historias sobre hombres empujados por un ideal, enfrentados a fuerzas que los superan. Pero en El hombre que pudo reinar alcanza su cima artística y espiritual.

Su puesta en escena es majestuosa sin ser grandilocuente. Rueda las montañas, los desiertos y las fortalezas de Afganistán (en realidad Marruecos) con una mirada que mezcla respeto y asombro. El paisaje no es un mero fondo: es un personaje más, una presencia imponente que refleja el destino inevitable de los protagonistas.

Huston entiende el ritmo de la aventura clásica: sabe cuándo dejar respirar la historia, cuándo detenerse en los pequeños gestos de camaradería y cuándo desatar la épica con toda su fuerza. El resultado es un equilibrio perfecto entre espectáculo y emoción. Nada sobra, nada chirría. Cada escena parece esculpida con la precisión de un orfebre.

La dirección de Huston alcanza una madurez asombrosa. Hay un tono crepuscular en la película, como si supiera que estaba filmando el último gran relato de aventuras puras. Y, en efecto, El hombre que pudo reinar marca el final de una era: la del cine que creía en la grandeza del ser humano, incluso en su caída.

Lo que hace que la película trascienda el género es su profundidad moral. El hombre que pudo reinar no se conforma con mostrar una aventura exótica; explora los límites del poder, la fe y la ambición. Dravot y Carnehan no son simples conquistadores: son hombres que se atreven a soñar demasiado.

Huston nos muestra cómo el ideal de grandeza puede transformarse en locura. Dravot empieza queriendo ser un rey para traer orden y civilización, pero termina creyéndose un dios. Y en esa transformación se esconde toda la tragedia humana: la arrogancia de pensar que se puede dominar lo indomable.

Pero lo que más me emociona es que, incluso en la derrota, Huston encuentra belleza. La película no juzga a sus protagonistas, los comprende. Dravot y Carnehan son héroes trágicos, hombres que se atrevieron a mirar más allá del horizonte y pagaron el precio. Su caída no es un fracaso: es una afirmación de su grandeza.

Visualmente, El hombre que pudo reinar es una lección de cine. La fotografía de Oswald Morris captura la inmensidad de los paisajes con una paleta cálida, casi dorada, que convierte cada plano en una pintura. El uso de la luz natural, el polvo, el viento y los tonos ocres transportan al espectador a un mundo perdido.

El diseño de producción es soberbio: los templos, las fortalezas, los trajes, las armas… todo contribuye a esa sensación de autenticidad que hoy rara vez se ve. No hay artificio digital ni efectos ruidosos: todo está construido con manos humanas, con esfuerzo, sudor y mirada artesanal.

Y la música de Maurice Jarre eleva la emoción hasta el nivel de la leyenda. Sus temas acompañan la aventura con una mezcla de solemnidad y melancolía, recordándonos que lo que estamos viendo no es solo acción, sino destino.

Por encima de su dimensión épica, la película es una historia de amistad. Huston la filma con una ternura que sorprende. La complicidad entre Dravot y Carnehan, sus bromas, sus juramentos y su mutua lealtad son el corazón de la historia. Cuando todo se derrumba, lo único que permanece es su fraternidad.

El final, que no revelaré en detalle por respeto a quienes aún no la hayan visto, es de una fuerza emocional abrumadora. Pocas veces el cine ha mostrado la tragedia y la lealtad con tanta dignidad. Es uno de esos desenlaces que se graban en la memoria, no solo por su impacto visual, sino por su significado: la amistad como último refugio frente al abismo.

La mejor película de aventuras de todos los tiempos

He visto muchas películas del género —Lawrence de Arabia, Las minas del rey Salomón, Indiana Jones, El tesoro de Sierra Madre—, pero ninguna logra la perfección que Huston alcanzó aquí. El hombre que pudo reinar tiene el equilibrio exacto entre espectáculo y emoción, entre reflexión y entretenimiento. No hay una sola secuencia que no sirva a la historia. Cada plano respira verdad, riesgo y belleza.

Lo que diferencia a esta película de otras es su honestidad. No hay cinismo, no hay ironía gratuita, no hay impostura. Huston filma la aventura con respeto y con una fe absoluta en el poder del relato. Por eso, aunque pasen las décadas, sigue sintiéndose viva, relevante, poderosa.

El hombre que pudo reinar es más que una película: es una experiencia. Es el tipo de cine que nos recuerda por qué amamos el séptimo arte. Verla es reencontrarse con un modo de narrar que ya casi no existe, en el que la emoción y la inteligencia caminaban de la mano.

Cada vez que la reviso, descubro nuevos matices: un gesto de Connery, una mirada de Caine, una decisión moral que antes me había pasado desapercibida. Es una obra que crece con el espectador, que se siente distinta según la edad y el momento vital en que la veas.

Y, sobre todo, es un canto al espíritu aventurero, no como impulso de conquista, sino como búsqueda de sentido. Dravot y Carnehan no querían solo oro: querían dejar huella, vivir algo extraordinario. En el fondo, todos compartimos ese anhelo.

Conclusión

Llamar “obra maestra” a una película puede parecer un cliché, pero en este caso no hay otra palabra que le haga justicia. El hombre que pudo reinar no solo es la obra maestra de John Huston, sino también el epílogo perfecto de una manera de entender el cine: el arte de contar grandes historias con el corazón y la inteligencia.

Su grandeza radica en que no necesita trucos ni artificios. Lo que tiene es humanidad, aventura, emoción y verdad. Es una película que te hace soñar, reír, pensar y, al final, llorar. Una película que te acompaña toda la vida.

Por eso, cada vez que alguien me pregunta cuál es la mejor película de aventuras de todos los tiempos, no dudo ni un segundo. Es esta. El hombre que pudo reinar. La cima de un género, la obra definitiva, el viaje más hermoso y trágico jamás filmado.


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