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Crítica: Suspiria (1977) ★★★★☆

 

 ★★★★☆  8/10 ITALIA 101 minutos

Recuerdo la primera vez que vi Suspiria: la pantalla se llenó de lluvia negra, una cortina plateada que caía como un presagio, y la atmósfera se tensó hasta un punto casi insoportable gracias a una música que no parecía música ordinaria sino un latido primitivo. Esa escena inicial —la lluvia sobre el paisaje urbano, el coche que atraviesa la noche— es una declaración de intenciones: Dario Argento no quiere contarnos una historia al uso, quiere introducirnos en una experiencia sensorial que golpea por la vista, el oído y el cuerpo. Y, sobre todo, nos advierte de que lo que vamos a ver no obedece a las leyes del realismo: la realidad aquí está filtrada por una estética febril y por una música que grita desde las entrañas.

La escena de la lluvia es, en mi opinión, uno de los mejores arranques de la historia del cine de terror. No es solo la lluvia: es la manera en que Argento la convierte en un elemento narrativo. El agua cae como un telón que separa dos mundos, y la cámara la trata como textura —un primer plano casi abstracto— antes de revelar la figura humana que atraviesa ese velo. Goblin, con su maquinaría rítmica y sus sintetizadores, no acompaña la imagen; la exagera, la convierte en un ritual. La percusión electrónica se entrelaza con sonidos metálicos y con vocalizaciones agudas que tensan la escena como una cuerda de violín a punto de romperse. Es una música que no suena “bonita”: su función es alterar y poner en jaque al espectador desde el primer segundo.

Argento transforma la luz en personaje. La película es famosa por su tratamiento cromático extremo: rojos que arden, azules que hielan, verdes que parecen venenosos. Pero esa fama no es gratuita: la forma en que la luz colorea la piel de los actores, el aeropuerto de planos que la atraviesan y la manera en que los colores se funden son decisiones narrativas, no sólo estéticas. El rojo, por ejemplo, no sólo sugiere violencia; incide en la temperatura emocional de las escenas, intensifica el nervio de la puesta en escena y subraya la teatralidad de los gestos. La iluminación no es naturalista: es operística. Cada habitación, cada pasillo de la academia de baile tiene una atmósfera lumínica propia que condiciona cómo percibimos las acciones y cómo sentimos el peligro.

Luciano Tovoli —que aquí firma una de sus colaboraciones más míticas con Argento— hace de la cámara una herramienta expresiva extrema: planos inclinados, travellings que rozan el cuerpo de los personajes, zooms cortantes, encuadres que desafían la perspectiva clásica. La fotografía no deja espacio para la complacencia: empuja, amenaza, empuja de nuevo. Y ese empuje se deja sentir en la piel del espectador; ver Suspiria es casi una experiencia táctil, como si los colores nos arañasen.

La academia de danza donde transcurre gran parte de la película no es un lugar neutral; es una arquitectura simbólica construida para desorientar. Los pasillos laberínticos, los espejos deformantes, las escaleras que suben y bajan sin lógica aparente: todo en ese edificio parece diseñado para confundir a quien lo habita. El vestuario y los objetos cotidianos tienen una escala teatral que intensifica su extrañeza. Argento y su equipo convierten espacios aparentemente inocuos —un salón, una habitación, un despacho— en trampas visuales. La tarea de diseño de producción no se limita a “poner muebles”; se encarga de fabricar un universo donde la sensación de amenaza se filtra por las esquinas, las texturas y los reflejos.

A diferencia de un cine que pretende mostrar la violencia en su crudeza documental, Argento coreografía la atrocidad. El montaje es un instrumento rítmico: cortes abruptos, entrecortes de planos de detalle (una mano, una gota de sangre, una luz parpadeante) y una velocidad que acelera la percepción del horror. Esa fragmentación hace que la violencia no se vea de forma total, sino que estalle en flashes que permanecen en la memoria por su intensidad plástica. Es una violencia que, paradójicamente, se sitúa más cerca de la pintura expresionista que del realismo cinematográfico. Y es precisamente esa distancia la que la vuelve más perturbadora: el espectador rellena con su imaginación los vacíos que el montaje deja a propósito.

No hay hablar de Suspiria sin detenerse en Goblin. La partitura de Goblin (concluyendo en una mezcla de rock progresivo, electrónica y arcaísmo ritual) no acompaña; invade. Es un organismo sonoro que respira, palpita y ataca. La elección de timbres —sintetizadores cortantes, percusiones metálicas, voces procesadas— crea una atmósfera que es tanto moderna como primitiva. Goblin no ofrece melodías complacientes; propone motivos obsesivos y texturas sonoras que remiten a ritos paganos. En la escena de la lluvia, la música actúa como premonición: su patrón rítmico sugiere pasos, procesos, sacrificio. En otras secuencias, los silencios son tan elocuentes como los ruidos: Argento sabe cuándo dejar actuar a la banda sonora y cuándo dejar el espacio vacío para que el espectador se autoimponga el miedo.

Esa banda sonora tiene una cualidad hipnótica: vuelve a la película magnética cada vez que aparece, como si la música fuera el hechizo que mantiene abierto el mundo de la academia. Y es difícil separar la sensación de terror de la música misma: en Suspiria la banda sonora y la película forman un todo indivisible.

Jessica Harper, en el papel de la protagonista, entrega una actuación contenida pero clara: su fragilidad inicial se confronta con una voluntad que pocas veces toma forma explícita pero que late bajo la superficie. Harper ofrece su cuerpo como un sensor ante lo inexplicable; su mirada sirve de puente entre el público y el horror. Sus movimientos, su manera de caminar y su respiración contribuyen a construir una presencia que evoluciona sin necesidad de largas exposiciones verbales.

El reparto secundario —las figuras de autoridad, las compañeras, las directoras de la academia— funciona como coro trágico. No todos los personajes necesitan ser simpáticos para ser eficaces; de hecho, muchas interpretaciones juegan con la ambigüedad, con gestos que son tanto maternalidad como amenaza. Argento explota las capacidades físicas de los intérpretes: sus cuerpos bailan, titubean, se desploman y se convierten en instrumentos narrativos. En Suspiria, el actor no solo habla; se mueve, sangra y se desenvuelve en un ámbito donde la corporeidad es la principal vía de acceso a la emoción.

La película es, en sentido profundo, una fábula sobre el poder femenino y la ancestralidad del ritual. Lejos de una lectura monolítica, Argento plantea la brujería como una forma de conocimiento oculto y de comunidad alternativa. La academia de danza no es únicamente un lugar de formación artística: es un santuario que conserva saberes y prácticas arcanas. El miedo que la sociedad profesa hacia ese saber se manifiesta como represión, silencio y violencia. Argento explora la tensión entre la estética y la savia primitiva: la danza es, aquí, tanto creación como ruego.

También hay en la película una mirada ambivalente hacia la feminidad: no idealiza ni demoniza, sino que la complejiza. Las figuras femeninas pueden ser víctimas, cómplices o ministras de fuerzas mayores. Ese enfoque evita tanto la moralina simplista como la misoginia; ofrece, en cambio, la idea de que la feminidad puede ser espacio de poder y de misterio, y que ese misterio suscita deseos profundos de control por parte de estructuras patriarcales.

Lo que más me impresiona de Suspiria es su capacidad de transformar una narración relativamente simple en una experiencia sensorial total. Argumentalmente, la película podría contarse de modo directo: chica llega a escuela, descubre peligro, confronta secreto. Pero Argento no se interesa por la simple linealidad: su objetivo es que el espectador sienta la película con la misma intensidad con que la protagonista la vive. Por eso todo está sobredimensionado: la luz, la música, el color, el montaje. Ver Suspiria es como entrar en un cuadro animado donde cada elemento visual y sonoro vibra con intención.

Años después, la película sigue funcionando porque su valor no depende de artificios técnicos que envejecen, sino de una concepción estética definida y poderosa. Ha influido en generaciones de cineastas que han tomado nota de su uso del color, del ritmo y de la música. Pero más allá de su influencia, lo que permanece es su capacidad de conmover. La película no solo provoca sobresaltos; crea una huella emocional que perdura: después de verla, uno mira la luz y escucha una percusión y recuerda la lluvia, la sensación de un mundo que se abre y nos traga.

Conclusión: belleza y espanto entretejidos

Si tuviera que explicarlo en una frase diría que Suspiria es una obra en la que la belleza y el espanto no se repelen sino que se alimentan. Argento consiguió una película en la que lo estético no es adorno sino arma: el color hiere, la música interroga, la cámara seduce y el montaje corta como bisturí. La secuencia inicial de la lluvia con la banda sonora de Goblin resume esa filosofía: nos introducen en un rito corporal y sensorial, nos someten a su pulso y, en ese trance, nos muestran que el terror puede ser también una forma de arte extremo.

Volver a Suspiria es reencontrarse con un cine que se atreve a poner en juego todas las herramientas del lenguaje cinematográfico para provocar una experiencia única. Es entregarse a un film que no te cuenta un miedo, te lo hace sentir en la sangre. Y eso, en mi opinión, es una de las mayores virtudes que puede ofrecer el cine: transformar la visión en sensación y dejarte, cuando termina, con la certeza de que lo que viste no se va a borrar fácilmente.

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