★★★★☆ 8/10 Reino Unido 30 min por episodio aprox
Dirección:
Harry Bradbeer: Director de la mayoría de los episodios.
Tim Kirkby: Dirigió el episodio piloto.
Phoebe Waller-Bridge: Creadora, escritora y productora ejecutiva de la serie
Reparto:
Phoebe Waller-Bridge: Fleabag
Sian Clifford: Claire, la hermana de Fleabag.
Olivia Colman: La madrastra, la "madrina" de Fleabag.
Bill Paterson: El padre de Fleabag.
Andrew Scott: El cura, que aparece en la segunda temporada.
Brett Gelman: Martin, el marido de Claire.
Jenny Rainsford: Boo, la difunta mejor amiga de Fleabag.
Hugh Skinner: Harry, el exnovio de Fleabag.
NOTA POR TEMPORADAS por @gandolcine
CRÍTICA
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Fleabag: la honestidad brutal de una genia llamada Phoebe Waller-Bridge
Hay series que uno ve, disfruta y olvida con el paso de los días. Pero luego hay otras que se te clavan en la memoria, que te sacuden, que te hacen reír, reflexionar y doler al mismo tiempo. Fleabag, disponible en Prime Video (Amazon), pertenece a esa categoría rara y mágica de obras que trascienden la pantalla. Creada, escrita y protagonizada por Phoebe Waller-Bridge, esta serie británica de dos temporadas se ha convertido —con toda justicia— en una de las mejores comedias de los últimos tiempos. No por su número de gags, ni por el brillo superficial del humor, sino por la inteligencia y el alma que esconde detrás de cada mirada a cámara, cada silencio incómodo y cada frase aparentemente casual que termina siendo un golpe emocional.
Desde el primer minuto queda claro que Fleabag no juega según las reglas convencionales de la comedia televisiva. Waller-Bridge rompe la cuarta pared de manera descarada, directa, íntima. Nos mira a los ojos y nos invita a entrar en su mente desbordante, caótica, autodestructiva y, al mismo tiempo, llena de ternura. Esa relación que establece con el espectador es lo que convierte a la serie en una experiencia casi confesional: ella nos necesita tanto como nosotros necesitamos entenderla.
El punto de partida es simple, casi cotidiano: una mujer joven intenta sobrevivir en Londres, lidiando con el duelo, la culpa, el sexo, la familia, la amistad y la frustración existencial. Pero lo que hace Waller-Bridge es darle la vuelta al cliché, transformar lo trivial en una radiografía emocional profunda y brutalmente honesta. La protagonista —sin nombre, porque Fleabag es más un espejo que una persona concreta— no busca redención ni simpatía. Busca ser vista. Y ese anhelo universal, esa necesidad de conexión en un mundo donde todo parece roto, es lo que resuena en cada episodio.
Como actriz, Phoebe Waller-Bridge es pura electricidad. Su presencia domina cada plano con una mezcla de vulnerabilidad y sarcasmo que resulta irresistible. Tiene la rara capacidad de pasar del humor al drama en cuestión de segundos, sin perder coherencia emocional. Su interpretación es un prodigio de matices: una sonrisa forzada que oculta dolor, una mirada cómplice que esconde arrepentimiento, un comentario mordaz que sirve de escudo frente al vacío. Fleabag es su criatura, y ella se mueve por la historia con la seguridad de quien sabe exactamente qué heridas quiere mostrar y cuáles necesita esconder.
Pero donde brilla con una fuerza extraordinaria es en su faceta de guionista. El guion de Fleabag es una obra maestra del equilibrio entre la comedia y el drama. Es afilado, sincero, descarado y, sobre todo, humano. Waller-Bridge entiende que la risa puede ser una forma de defensa, una manera de enfrentarse a la oscuridad. Por eso su humor nunca es gratuito: cada chiste tiene un peso emocional detrás. Cada línea de diálogo parece improvisada, pero está calibrada con precisión quirúrgica. Lo que logra con su escritura es lo que pocas series modernas consiguen: hacernos sentir que estamos escuchando algo real.
En un panorama televisivo donde la ironía suele servir para distanciarse de la emoción, Fleabag hace justo lo contrario: utiliza el humor como vehículo hacia la verdad. Waller-Bridge no teme mostrar lo incómodo, lo contradictorio, lo feo. Y eso la convierte en una de las voces más potentes y necesarias de la comedia contemporánea.
La serie funciona como un espejo deformado, en el que todos podemos reconocernos aunque no queramos. Fleabag vive en una especie de limbo entre la autodestrucción y la redención. No es la típica heroína que busca superarse, sino una mujer que tropieza una y otra vez en sus propios errores, y que encuentra en la risa una forma de resistencia. Lo que más me fascina es la manera en que Waller-Bridge nos lleva de la mano por ese laberinto emocional sin darnos nunca todas las respuestas. Fleabag no sermonea, no justifica, no moraliza. Simplemente nos muestra el caos, la belleza y la brutal honestidad de ser humano.
La puesta en escena de la serie, a pesar de su aparente sencillez, está cuidada con un gusto exquisito. La dirección juega con los silencios, las miradas y los espacios pequeños —cafeterías, casas, iglesias, baños— como si fueran escenarios de un teatro íntimo donde cada gesto tiene un significado. Hay una sensación de realismo emocional, de estar viendo fragmentos de una vida que podría ser la nuestra. El trabajo de cámara es sobrio, pero está al servicio de esa conexión directa que la protagonista establece con el espectador.
Una de las grandes virtudes de Fleabag es su capacidad para mezclar la comedia más ingeniosa con momentos de una tristeza demoledora. En un mismo episodio podemos pasar de la carcajada al silencio incómodo, del sarcasmo al llanto. Esa oscilación constante entre la risa y la pena es lo que hace que la serie se sienta tan viva. No hay impostura. Todo fluye con naturalidad. Waller-Bridge entiende que la vida no tiene un tono fijo, que las emociones se mezclan y se contradicen, y que el humor, a veces, es la única forma de sobrevivir.
El uso de la música refuerza esa dualidad. La banda sonora, con su combinación de piezas corales, temas minimalistas y canciones contemporáneas, aporta una dimensión casi espiritual al relato. Es imposible no recordar esas secuencias donde la música sacraliza lo profano, donde la tragedia se reviste de ironía y lo mundano se vuelve trascendente. La elección sonora es brillante: no subraya las emociones, las eleva.
Otro de los grandes aciertos de Fleabag es su reparto. Aunque todo gira en torno a Waller-Bridge, los personajes secundarios están dibujados con una profundidad poco común. Olivia Colman, como la madrastra, ofrece una interpretación deliciosa en su mezcla de hipocresía y falsa amabilidad. Sian Clifford, en el papel de la hermana, encarna con precisión esa tensión entre el cariño y la frustración que define muchas relaciones familiares. Y, por supuesto, Andrew Scott como el “cura” —uno de los personajes más carismáticos de la segunda temporada— aporta una de las dinámicas más fascinantes que he visto en televisión reciente. Su química con Waller-Bridge es explosiva, llena de tensión contenida y honestidad emocional.
Cada personaje funciona como una pieza del rompecabezas emocional de Fleabag. Ninguno es plano. Todos tienen grietas, contradicciones, pequeñas miserias que los hacen reconocibles. Esa galería de imperfecciones contribuye a que la serie se sienta auténtica, sin necesidad de adornos ni dramatismos artificiales.
Sin entrar en spoilers, Fleabag trata temas universales como la culpa, el duelo, el deseo y la dificultad de perdonarse a uno mismo. Pero lo hace con una elegancia que evita el melodrama. Todo se construye desde la ironía y la vulnerabilidad. Waller-Bridge convierte la tristeza en arte, la torpeza en poesía, la vergüenza en empatía.
Hay algo profundamente catártico en ver a una protagonista que no encaja, que comete errores, que se equivoca una y otra vez, pero que sigue adelante. Esa es quizá la lección más poderosa de Fleabag: no hay redención fácil, pero sí belleza en el intento. En un mundo obsesionado con la perfección, esta serie nos recuerda el valor de ser imperfectos, de reírnos de nuestras propias ruinas y de seguir buscando sentido incluso cuando todo parece perdido.
Uno de los elementos más distintivos de Fleabag es la manera en que la protagonista rompe la cuarta pared para hablar directamente con el espectador. No es un recurso gratuito, sino una herramienta narrativa de enorme inteligencia. Es su manera de mantener el control, de distanciarse de la realidad cuando duele demasiado. Es un escudo emocional. Pero lo más fascinante es cómo, a medida que la serie avanza, esa relación cambia. Lo que comienza como complicidad se transforma en vulnerabilidad, y lo que antes era ironía se convierte en confesión. Es un arco narrativo sutil y brillante que demuestra la maestría de Waller-Bridge como narradora visual.
Fleabag no necesita grandes efectos ni presupuestos desorbitados. Su fuerza está en la palabra, en el gesto, en la mirada. En una era saturada de series que se alargan sin necesidad, Waller-Bridge demuestra que se puede crear una obra maestra con apenas doce episodios. La concisión es parte de su genio: cada escena tiene un propósito, cada diálogo una intención. No sobra nada, y al terminar uno siente que ha asistido a algo único, irrepetible.
La serie ha dejado una huella indeleble en la televisión contemporánea. No sólo por su éxito de crítica o por los premios que ha acumulado, sino porque ha cambiado la manera en que se concibe la comedia. Ha abierto la puerta a historias más personales, más atrevidas, más humanas. Y ha consolidado a Phoebe Waller-Bridge como una de las creadoras más importantes de su generación. Su influencia ya se nota en nuevas producciones que buscan ese equilibrio entre lo íntimo y lo mordaz, entre lo emocional y lo hilarante.
Conclusión: una joya imprescindible
Cuando terminé Fleabag, tuve la sensación de haber compartido algo muy personal con alguien que no conocía, pero que me entendía profundamente. Esa conexión es el milagro de la serie. No hay artificio, no hay impostura. Sólo una mujer contándonos su verdad, con una honestidad tan brutal que desarma.
Phoebe Waller-Bridge ha conseguido con Fleabag algo que muy pocos logran: hacer reír y doler al mismo tiempo, crear una comedia que también es una tragedia, una historia pequeña que se siente inmensa. En su brevedad reside su perfección. Y en su sinceridad, su grandeza.
Fleabag no solo es una de las mejores series de comedia de los últimos tiempos: es una obra de arte sobre lo que significa estar vivo, equivocarse, amar y perder. Y si todavía no la has visto, créeme: pocas experiencias televisivas te harán sentir tanto, tan de golpe y con tanta verdad.

