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Crítica: La matanza de Texas (1974) ★★★★★



★★★★★  9/10   Estados Unidos 1974   Duración: 83 min 

Director Tobe Hooper 

GuionistasTobe Hooper y Kim Henkel

MúsicaTobe Hooper y Wayne Bell

Reparto
Gunnar Hansen como Leatherface (Cara de Cuero)

Marilyn Burns como Sally Hardesty

Paul A. Partain como Franklin Hardesty

Edwin Neal como El autoestopista (The Hitchhiker)

Jim Siedow como El Dueño de la Gasolinera (The Proprietor)

Teri McMinn como Pam

CRITICA: CON SPOILERS
Opina @gandolcine

Hay películas que trascienden el tiempo, que no sólo asustan sino que dejan una huella indeleble en la historia del cine. La matanza de Texas (1974), dirigida por Tobe Hooper, no es simplemente una película de terror: es una experiencia sensorial, una pesadilla convertida en celuloide que redefinió el género y marcó un antes y un después en el cine de horror moderno. Concebida con un presupuesto ínfimo, rodada con un realismo sucio y casi documental, esta obra se alza, cinco décadas después, como el mejor slasher de la historia y una de las diez películas de terror más influyentes jamás filmadas.

A diferencia de otras cintas del género, The Texas Chain Saw Massacre no se apoya en efectos especiales, ni en sangre en exceso, ni en artificios narrativos. Lo suyo es el miedo más primitivo, el que surge de lo tangible: el calor sofocante, la carne, el metal, la locura. La atmósfera enfermiza que envuelve cada plano no es fruto de la casualidad, sino del genio de un director que supo captar el espíritu de una América rural desquiciada por la pobreza, el aislamiento y la violencia latente.

El horror en La matanza de Texas no ocurre de noche, y esa es una de sus genialidades. Hooper rompe la tradición del terror nocturno y traslada la pesadilla al calor del mediodía texano, bajo un sol abrasador que ilumina cada grano de polvo, cada mueca de sufrimiento, cada rastro de carne podrida. La luz no alivia: intensifica la sensación de estar atrapado en un mundo sin escapatoria.

El argumento es simple —un grupo de jóvenes que viaja en furgoneta y termina siendo víctima de una familia de caníbales—, pero su simplicidad es engañosa. Detrás del relato casi arquetípico se esconde una alegoría de la decadencia americana, de la pérdida de la inocencia posterior a Vietnam y del colapso del sueño rural. Hooper, influido por las noticias sobre asesinos reales como Ed Gein, convirtió lo cotidiano en un espejo deformado de la sociedad.

Cada elemento del filme —el sonido de la motosierra, el chirrido del metal, los balidos de animales, los huesos colgando— contribuye a construir una atmósfera tan real que casi se puede oler. La matanza de Texas no necesita mostrar litros de sangre para perturbar: el terror está en lo que se sugiere, en la textura visual y sonora de un universo podrido y sin moral.

Si Norman Bates fue el preámbulo y Michael Myers el heredero, Leatherface es el puente entre ambos, la figura que definió el arquetipo del monstruo contemporáneo. No es un villano sofisticado ni un asesino calculador. Es una criatura impulsiva, grotesca, infantil en su brutalidad, que actúa por instinto y miedo tanto como por deseo de matar.

La máscara hecha de piel humana es el símbolo perfecto del horror americano: una identidad vacía, construida con los restos de otros. Cada aparición de Leatherface, con su respiración agitada, su torpeza animal y su fuerza descomunal, revela un ser más trágico que malévolo, producto de un entorno deshumanizado. En él se encarna la idea de la familia como institución corrupta y enferma: un núcleo cerrado, sin ley ni empatía, que devora a los que se acercan.

Tobe Hooper no presenta a los asesinos como entes sobrenaturales, sino como el resultado natural de un mundo sin esperanza. Esa es la verdadera genialidad del filme: su monstruo no proviene del infierno, sino de la miseria.

Rodada en condiciones extremas, con un equipo extenuado, calor sofocante y un presupuesto que apenas superaba los 100.000 dólares, la película respira autenticidad. Cada plano parece capturado por una cámara que tiembla no sólo por el movimiento, sino por el miedo. La textura granulada de la fotografía y la falta de pulido técnico se transforman en virtud, en una estética del caos que potencia la sensación de ver algo prohibido.

Hooper consigue que el espectador sienta el hedor de la casa, el calor, la claustrofobia. La violencia es seca, repentina, casi documental. Cuando Leatherface abre la puerta y golpea a su primera víctima con el martillo, el espectador queda paralizado. No hay música, no hay aviso: sólo un sonido sordo, real. Es una de las escenas más escalofriantes del cine, precisamente porque no hay artificio.

La película es una lección de economía narrativa. En apenas 83 minutos, construye una tensión progresiva que desemboca en un clímax delirante. Y aunque el guion es mínimo, la dirección de Hooper es pura precisión emocional: sabe cuándo detenerse, cuándo acelerar y cuándo sumergir al espectador en un frenesí casi insoportable.

En el centro de esta pesadilla se encuentra Sally (Marilyn Burns), una de las final girls más memorables de la historia del cine. Su recorrido es una odisea de sufrimiento físico y psicológico que culmina en una de las escenas finales más impactantes jamás filmadas. Burns ofrece una interpretación salvaje, instintiva, tan real que parece un documental sobre el pánico. Su grito no es un cliché del terror: es el grito de una humanidad arrasada.

Sally no vence al mal. Sobrevive. Y en esa supervivencia se revela la verdadera esencia del filme: no hay redención, no hay justicia, sólo el trauma de haber mirado el abismo y seguir viva.

Pocas secuencias resumen mejor la potencia del cine de terror que el final de La matanza de Texas. Sally logra escapar, ensangrentada y delirante, mientras Leatherface, frustrado, danza con su motosierra bajo el amanecer. Esa imagen —el monstruo girando frenéticamente, el sol alzándose, el ruido de la máquina rompiendo el silencio— es pura poesía macabra.

Es un cierre visualmente hipnótico, casi coreográfico. Hooper eleva el terror a un nivel artístico, capturando en un solo plano la locura, la impotencia y la violencia irracional que definen la película. El sol naciente contrasta con la oscuridad moral del mundo que acabamos de presenciar. No hay alivio, sólo la confirmación de que el horror sigue vivo, de que el mal no ha sido derrotado.

Esa escena, tan icónica como el final de Psicosis o El resplandor, es una joya absoluta, una de las imágenes más poderosas de la historia del cine. Leatherface girando con su motosierra es el último estertor de un mito, una danza ritual de locura y desesperación.

El impacto cultural de La matanza de Texas fue inmediato y duradero. No sólo inspiró secuelas, remakes y homenajes —algunos dignos, otros olvidables—, sino que cambió la forma de entender el terror. Películas posteriores como Halloween, Viernes 13 o incluso Posesión infernal le deben su estructura, su tono y su estética de bajo presupuesto.

Pero ninguna ha logrado igualar su crudeza. A diferencia de sus imitadores, que buscaron repetir la fórmula con más sangre y menos alma, Hooper construyó una película casi artesanal, donde cada elemento —desde el diseño sonoro hasta el montaje frenético— servía a un propósito claro: perturbar.

En los años 70, el cine estadounidense vivía un momento de ruptura, y La matanza de Texas fue parte de esa rebelión. Su estilo sucio, su rechazo a las normas narrativas y su visión nihilista la acercan más al Nuevo Hollywood que al terror comercial. Era cine de guerrilla, cine que respiraba rabia y desconfianza hacia la autoridad, hacia la modernidad, hacia el propio ser humano.

Llamarla “slasher” es correcto pero insuficiente. La matanza de Texas es el molde y la subversión del subgénero. Contiene los elementos clásicos —jóvenes víctimas, asesino con arma icónica, superviviente femenina—, pero los trasciende con una profundidad social y estética que pocos igualaron.

Es también un retrato brutal de la América postindustrial: una nación donde los granjeros se convierten en carniceros, donde la tecnología (la motosierra) es un instrumento de tortura, y donde el progreso no trae luz sino descomposición. En ese sentido, la película es tan política como Taxi Driver o Apocalypse Now: un grito contra una sociedad que ha perdido su rumbo.

Con apenas unos miles de dólares, Hooper hizo más por el terror que muchos estudios con millones. Esa limitación económica forzó la creatividad: la falta de recursos se tradujo en autenticidad. Las luces eran naturales, los sonidos reales, los actores soportaban el calor y el olor nauseabundo del set. Todo eso se percibe en pantalla.

El resultado es un filme que parece vivo, sudoroso, tangible. La matanza de Texas es una lección sobre cómo el arte puede florecer desde la precariedad, cómo la falta de medios puede convertirse en el catalizador de una estética única. Su crudeza no es un defecto, sino su alma.

Medio siglo después, sigue siendo tan perturbadora como el primer día. Ningún remake, ninguna secuela, ningún intento de reinterpretación ha podido capturar su esencia. Su fuerza radica precisamente en su imperfección: en su aspereza, en su autenticidad, en su negativa a complacer.

La matanza de Texas no busca entretener: busca dejar cicatriz. Es una experiencia sensorial y emocional que redefine lo que significa el horror. Tobe Hooper no filmó una simple historia de asesinos: filmó el desmoronamiento de un país, la corrupción de la inocencia y el nacimiento del terror moderno.

En la historia del género, ocupa un lugar sagrado. Puede que haya películas más elaboradas, más sangrientas o técnicamente superiores, pero ninguna tan visceral, tan pura, tan poderosa. La matanza de Texas es, sin lugar a dudas, una obra maestra absoluta, el mejor slasher jamás hecho y una de las diez mejores películas de terror de todos los tiempos.

Su eco sigue resonando en cada grito, en cada persecución, en cada sombra que se cierne sobre una carretera desierta. Porque el horror, cuando es verdadero, no se apaga: ruge, como una motosierra encendida bajo el sol del infierno texano.

A día de hoy está disponible en primevideo y filmin en España. 


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